viernes, 3 de septiembre de 2010

Helena


Uno por contar puede contar cualquier historia, pero hay historias que deben ser contadas.
Aquella matriz que delata la verdad latinoamericana, la verdad de los excluidos, de los pobres sin voz, sin pan, sin elección, librados al azar de los vaivenes del libre cambio dilapidando la suerte de los hombres.
La historia no es solo mía, sino la de tantas otras mujeres que como yo, obligadas por el hambre y la supervivencia, se vieron envueltas en una jungla espesa y violenta de la cual no se puede salir. Es la jaula del horror y del sometimiento, donde los monos encierran a los hombres y devoran la llave que abre la cerradura de su libertad.
En la penumbras que configuraron mi vida, una propuesta de trabajo habría sido la luz, la salvación materializada en unos pocos pesos para calmar mi estómago y el de mi familia.
Sin embargo no fue así, me hallé enredada en una turbia mafia, que lejos de librarme de las opresivas condiciones en las que vivía me esclavizó.
La Gringa, era una mujer confiada y corajuda con quién viajaría hacia la triple frontera; y una vez en la Argentina nos separaríamos en la capital federal.
Nuestro labor parecía mas simple de lo que en realidad era. Debíamos ingerir unas píldoras a penas una hora antes de subir al colectivo, pero después de tragar la tercer cápsula sentía que no había mas espacio en mi estómago.
A la hora de emprender la travesía yo estaba muy nerviosa, y aunque la Gringa, que ya estaba gauchita en el trámite, trató de tranquilizarme, a medida que avanzaba en micro más me alteraba , ya que sabía que no había vuelta atrás.
El viaje en si fue tranquilo, me dormí al primer intento, lo que hizo mas amena la primer instancia del trabajo.
Al llegar a la triple frontera pasamos los controles sin mayores complicaciones, e hicimos un trasbordo, pero algo estaba a punto de ocurrir.
El colectivo hizo una parada en Tucumán, a causa de un desperfecto técnico, y la Gringa se notaba alterada. Bajamos del micro para tomar aire y ella me admitió tener un mal pálpito, lo cual me preocupó por que sus ojos que siempre transmitían seguridad, en ese momento sólo delataban miedo.
-Algo anda mal- Sentenció temblando.
Yo la miraba asorada, mi inexperiencia no me permitía comprender lo que estaba sucediendo.
Ella transpiraba y estaba blanca como una hoja de papel.
-¡Reventó! - Exclamó convulsionando histérica.
Yo seguía sin entender lo que estaba pasando.
-¡Me muero! ¡ Me muero! - Gritó golpeándose el pecho del lado izquierdo, como si buscara extirparse el corazón.
Y murió en el acto, en mis brazos, tiesa como piedra, su cuerpo que estaba empapado empezaba a enfriarse lentamente.
Un miedo feroz invadió mis sentidos y en el fondo de mi conciencia sabía que corría peligro.
Las dudas invadieron mi cabeza, qué pasaría si hallaban su cuerpo yerto, si no llegaba con toda la mercancía, si los gendarmes descubrían nuestro cometido.
Tenía que tomar muchas decisiones y no había lugar ni tiempo para mis inseguridades, ya que yo corría el mismo riesgo que la Gringa con esas cápsulas que se corroían minuto a minuto por la acción de mis jugos gástricos.
De modo que desenvainé la vieja faca de mi abuelo, y revolví cual cuchara en la sopa, en las entrañas de la Gringa para ver si rescataba alguna píldora.
Sólo una estaba sana, la guardé, me aseguré de que nadie haya visto el terrible incidente. Luego arrastré su cuerpo hacia unos matorrales que estaban cerca del camino, volví al colectivo y seguí mi camino hacia la capital, con la ilusión de recuperar mi vida y olvidarme de todo esto.

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